abr
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La noche
es insoportablemente calurosa. La ropa se adhiere al cuerpo como si se tratara
de un molesto tatuaje. La humedad de Buenos Aires hace que todo sea un poco
peor. Cosas tan simples como hablar producen un profundo fastidio.
El antro
rockero al que asisto con un grupo de amigos queda en un punto de difícil
acceso. La estructura es llamativamente baja y la iluminación pobre. Las
entradas y las salidas están mal señalizadas. No hay razones para que exista ni
para que nosotros estemos allí. Sin embargo, está repleto de entusiastas fans
de la música dispuestos a pasar una noche de padecimiento en ese baño turco
musical.
Apenas traspasamos
la puerta se hace presente ante nosotros ese monstruo invisible que se adueña
de todo local nocturno. Su presencia se personifica a través del olor
inconfundible, mezcla de humo de cigarrillo y humedad, que parece adherido a
las paredes del lugar desde tiempos inmemoriales. Con el paso de los minutos,
se apropia de las papilas gustativas y todo sabe a él: la comida, la bebida y
hasta los labios de la acompañante de ocasión. Es como una nube tóxica
permanente, con domicilio fijo en cada pocilga de la ciudad.
El piso
está mojado. No sé si producto de las condiciones climáticas reinantes o porque
estamos a punto de hundirnos en un río de orina y excrementos. Los baños están
señalizados por dos luces rojas. Hay más posibilidades de encontrar allí escaleras
que conduzcan, sin demoras, al infierno que santuarios que inviten a la
meditación y al devenir natural del ser humano.
La escenografía
apocalíptica la completa la barra llena, paradójicamente, de botellas vacías.
“Solo vamos a poder compartir las penas porque ya se escabiaron todo” me apunta
con guiño cómplice un rockero experimentado. De unos tachos blancos con
carteles que dicen Pinturas Loxon extraen botellitas de cerveza La Diosa. Otro
empleado las reparte directamente del cajón mientras cuenta alegremente que el
motor del freezer está roto. No hay frío. Es el fin.
Me
pregunto qué es lo que sigue. ¿Un par de imitadores de Milli Vanilli haciendo
playback? ¿Un video sobre la gira norteamericana de Kenny G en 1994? ¿O el
álbum de fotos íntimas, sin retoque digital, de Lady Gaga?
Mientras
evaluaba en forma sesuda si es que ya estaba próximo el fin de la civilización,
tal cual la conocemos, tuve un cruce de miradas que me dejó agitado y perplejo.
Ella estaba sentada en un taburete, acodada en la barra, regalándonos su
maravillosa presencia en ese lugar indigno. Observaba todo con detenimiento
como si buscase comprender de qué estaba hecha la naturaleza humana. O ese
grupo de desdichados que nos reuníamos allí.
Sus
borceguíes negros de hebillas doradas coronaban las piernas largas y marcadas,
enfundadas en unas calzas negras que parecían pintadas. Allí no había pliegues
ni otros elementos que sobresalieran. El calzado era lo suficientemente potente
como para pisar cualquier renacuajo de los que pululaban en el lugar. La musculosa
blanca de División Miami mostraba la imagen de Don Johnson y Phillip Michael
Thomas sentados sobre el capot de su Ferrari Testarossa blanca. Un clásico.
Los
detalles no dejaban de impactarme. Cinturón negro con tachas cayendo en forma
oblicua; pelo lacio negro azabache cubriendo tres cuartos de la espalda; flequillo
largo en danza permanente con sus pestañas; piel sin tatuajes a la vista;
perfume imposible de oler desde mi posición, pero lo imaginé sensual y
apasionado. Con notas amaderadas.
“Tiene
extensiones” me aporta en forma desinteresada mi amiga Johanna. Realmente no me
importaba si hablaba de corrido, si sabía dónde nació el Papa o en qué banda
tocaba Mick Jagger. No tenía intenciones de tratar con ella temas que me
desvelaban como la narrativa circular de Borges o la importancia del agua en la
navegación. Era tan solo un momento de deleite visual. Ella y yo, descontextualizados.
Elevados, por obra y gracia de la imaginación, de la turba sudorosa y apiñada
que nos rodeaba. Solos los dos, en busca de auténtica y genuina conexión.
El momento
de ensoñación es interrumpido abruptamente. En el escenario, una banda comete el
desatino de hacer covers de los Guns N’ Roses. Se llaman Pistolas & Rosas.
Un canto a la originalidad. Hay que reconocerles que tienen la disciplina de
arruinar lo bueno y lo malo. No todos son capaces de lograrlo. Se requiere
constancia, falta de sentido estético y una profunda confusión.
El pseudo
Axl grita como si estuviera herido de bala. Me recuerda a una vecina, la del
piso de abajo. “Todos los problemas empezaron cuando viniste vos”, me dijo una
vez. Vieja chota. La injusta asociación me hace odiar al cantante que al menos
se esfuerza por bambolear su anatomía, con forma de paquete de yerba, con
cierta gracia.
Sin
embargo, el trabajo más difícil parece ser el del guitarrista. Entre el
sombrero de copa alta que tambalea en su cabeza, las gafas oscuras que
imposibilitan la visión y el cigarrillo ¿electrónico? en sus labios, está al
borde del colapso. “Quiere dejar de fumar”, me avisan como si fuera importante.
El pantalón vinílico negro que luce se empeña en darle un toque dantesco a la
escena. Entre acorde y acorde lleva la mano derecha a su trasero en un gesto
más típico de Rafael Nadal que del mítico Slash. Lo que tiene que tocar se
convierte en un acertijo de difícil solución. Estamos, probablemente, ante el
primer malabarista que ha dado el rock.
Ella sigue
la escena con simpatía. Mueve la cabecita y el pie derecho siguiendo el ritmo
que impone el baterista que, como si fuera un oficinista un lunes a las 8 de la
mañana, no hace ni una mueca. Sabemos que está vivo por razones obvias. Pero
tranquilamente podría tratarse del artilugio de un excelso titiritero.
El
cantante mira al batero en el afán de cerrar el tema con un salto final.
Descoordinado, termina corrigiendo su falta de tiempo y distancia con una
especie de malambo norteño. Lo telúrico se da cita en una noche que será por
demás memorable. El show parece terminar. Con nosotros acabaron hace rato.
Azorado
observo como ella corre hacia sus brazos. Si, ¡¡¡a los del cantante!!! Lo besa
apasionadamente, pasando su mano derecha por la nuca de él, como para
asegurarse que no se escape. No hay ley del embudo que explique lo que pasa. Mi
sorpresa es tan grande que no puedo ni indignarme. Como dice un amigo de la
infancia amante de los vinilos, se me rayó el disco.
Escapo del
lugar rememorando mis legendarios movimientos de puntero derecho. En este caso
la cancha no tiene límites. El objetivo es la salida en busca de un poco de
aire puro que permita aclarar los pensamientos. En la puerta, un pibe revuelve
un contenedor de basura enfundado en una remera de los Pixies. Está pintada a
mano. Hacía tiempo que buscaba una sin éxito. La curiosidad me lleva a
interpelarlo. “Soy de Piscis, gato” recibo como toda respuesta. En cuatro patas
emprendo la retirada, con la cola entre las piernas y sin afilar las garras. Parece
que la noche va a ser interminable. La mala onda suele transformarse en el
pavimento de un camino lleno de acechanzas.
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