PARTE I: DE NIÑO A PREADOLESCENTE
“Manuelita vivía en
Pehuajó
pero un día se marchó.
Nadie supo bien porqué
a París ella se fue”.
El tocadisco repetía una y
otra vez la sentencia como si se tratase de una frase premonitoria de María
Elena Walsh. Años después de la grabación partiría hacia el exilio como otros
tantos. Muchos decían no saber bien por qué. Por aquel entonces, y gracias a
ella, llegaría mi primer gran suceso actoral: el doctor que arribaba en su
cuatrimotor para vacunar y terminar, de esa forma, con las brujerías del
brujito de Gulubú.
Por aquel sonoro artefacto
desfilaban también un tal Henry Mancini y la música de la Pantera Rosa; Les
Luthiers, un grupo de humoristas argentinos que utilizaban extraños
instrumentos; y The Beatles, cuatro pibes con corte taza, como Carlitos Balá,
que hacían mover a mi madre su cabeza de lado a lado y pronunciar extrañas
estrofas en un idioma inentendible.
Eran tiempos de Fórmula 1
y Club Argentino de Pilotos los domingos por la mañana; de fútbol reñido y
apasionado entre primos, por la tarde, en la canchita de alquitrán de la casa
de los abuelos; de salidas a la plaza con el triciclo y las bicicletas Legnano;
de vueltas en la calesita ansiando la esquiva sortija. Las despedidas se
repetían una y otra vez inexorablemente: partíamos con las manos llenas de
caramelos Sugus. Había que garantizar un dulce final de jornada.
Los intereses por entonces
eran diversos y la televisión hacía su aporte a través de series como El
Increíble Hulk, la Isla de Guilligan o Petrocelli, un abogado que vivía en una
casa rodante porque tenía su hogar siempre a medio construir. Mi padre mechaba
esas historias con las suyas: la de la nueva moto con cenicero; la del
paralítico que se fugó de una cárcel con un pelado con trenzas; o la de “Unidos
Venceremos Desparramados que Haremos”, su equipo de fútbol que militaba en la
Primera Z.
En eso estaba, un mediodía
otoñal cualquiera de aquella Argentina vuelta a la democracia. El patio del
colegio José Evaristo Uriburu en Parque Centenario estaba vacío. Sobre una de
las gradas móviles, Gustavo lucía ausente con un extraño adminículo en sus
manos y cubriendo sus orejas. Bastó que me acercara para invitarme a tomar
asiento y pasarme el artefacto. Apenas apretó play, giré mi cabeza en todas las
direcciones posibles. La música parecía venir de distintas partes y sonaba como
nunca antes la había escuchado. Ese día conocí el walkman y ya nada volvió a
ser igual.
Mi entrada al mundo del
rock fue como traspasar un portal mágico donde las sorpresas me aguardarían sin
solución de continuidad. Era hora de abandonar a Margarito Tereré, Pelotín y
Goma Goma para abrazar una instancia sónica superior. En esa transición, llegó
la mudanza y el cambio de colegio. Caballito. Distrito Escolar 8. Escuela 11
“Marcelo T. de Alvear”. Un hito clave en mi primaria formación musical.
La música llegaba tarde.
Los discos nuevos arribaban al país con seis meses de demora. Al menos eso es
lo que repetíamos, con cierto fastidio y resignación, por ese mundo que se nos
ocultaba deliberadamente y del que ignorábamos muchas cosas. Entre caramelos
bolones, juguitos Naranjú y piruetas con el yo-yo descubríamos los éxitos
comerciales de entonces.
La radio hacía su aporte
pero la clave de todo era la manera multidireccional en que circulaba y se
compartía la música: chicos con chicos, maestros con chicos y viceversa. Y por
supuesto, hermanos mayores. Personajes claves, si los hay, en el devenir de
cualquier melómano. Nuestro Sensei
era el hermano de mi amigo Lucas, a quien nunca conocí y que, al día de hoy,
ignora el invalorable aporte que realizó a aquel grupo de curiosos púberes.
Lucas y yo éramos dos
esmirriados peronistas en territorio saturado de radicales. Cantábamos la
marchita con gesto provocador, casi revolucionario, ante la mirada altanera y
condescendiente de los demás. ¡¡¡Eso era rock!!! Volvíamos a casa pateando las
latitas que encerraban nuestras frustraciones amorosas, repasando las últimas
novedades musicales que sacudían nuestras pequeñas existencias. Siempre aparecía
un artista al que valía la pena prestarle atención.
De la mano del Sensei pasamos del pop bailable de
Madonna en True Blue y Michael
Jackson en Thriller a los oscuros
devaneos de Robert Smith, el poeta torturado de The Cure, en una de sus obras
fundamentales: The Head On The Door.
Desde Irlanda nos llegaba U2 con The
Joshua Tree, el disco que los terminaría de consagrar a nivel mundial. Por
su parte, Phil Collins se consumía tanto solo como acompañado. No Jacket Required y la mano verde de Invisible Touch, con Génesis, dan
testimonio de ello.
Más tarde descubriríamos
las huellas del sufrimiento y el dolor en Cindy Lauper con True Colors o en Tina Turner con Break Every Rule. La cuenta regresiva para la explosión del soft
metal se aceleraría con los suecos Europe y The
Final Countdown, y los norteamericanos Bon Jovi y Slippery When Wet. Mientras tanto, a nivel local, Virus y Soda
Stereo inauguraban la etapa Pop del Rock Nacional y lograban la definitiva
aceptación con sus trabajos Agujero
Interior y Nada Personal,
respectivamente. Por su parte, Raúl Porchetto le “vendía” su arte a una empresa
de cigarrillos con su sencillo Bailando
En La Vereda, lo que dispararía las ventas del disco Día y Noche. En la música, algunas cosas estaban empezando a
cambiar.
El Sensei detestaba los compilados. Decía que mutilaban la obra de los
artistas. Por aquel entonces seguía muy presente la idea del disco conceptual,
de una unidad de criterio de principio a fin para constituir una obra en su
conjunto. Sin embargo, el compilado era tentador: la forma más económica de
reunir varios artistas de un solo golpe. Así llegó a mis manos FM USA vol. 6
con éxitos como Say You, Say Me, de
Lionel Richie; Don't You (Forget About Me), de Simple Minds; o There Must Be
An Angel (Playing With My Heart), de Eurythmics, claramente uno de mis
favoritos. Pero un rumor se extendía como una mancha negra: las versiones no
eran las originales. FM USA sería condenado a pasar el resto de sus días en
algún oscuro cajón de mi cuarto.
Los Asaltos tenían una acepción distinta a la que reina hoy en día. La
música era la única que se robaba el protagonismo. Las chicas llevaban lo dulce
y lo varones lo salado. O también las bebidas como la Tab o la naranja Crush.
El climax llegaba al momento de los lentos. Era la única oportunidad de
acercarse a menos de un metro de la chica que te gustaba quien imponía una
rígida distancia reglamentaria, con los brazos rectos y las manos sobre los
hombros, en actitud más de freno que de descanso. Cuando sonaba Into Deep de Génesis o Every Time You Go Away de Paul Young
buscaba a Carolina, la que me quitaba el sueño, para volver a sentir que todo
era posible. La llegada a mi casa del órgano Casio, con sus ritmos prefijados,
me permitió exorcizar los demonios y dedicarle mis primeros versos. Las letras
hablaban de un niño apesadumbrado por los escollos del amor revolviendo un vaso
de whisky on the rocks para aliviar
sus penas.
“Di adiós en una noche como ésta
aunque sea lo último que hagamos.
Nunca te habías visto tan perdida,
a veces ni siquiera pareces tú.
Se hace oscuro,
más oscuro aún.
Por favor quédate.
Pero te veo como petrificada,
mientras te alejas...”
A
Night Like These de The Cure se apropia de las ondas
sonoras de mi habitación. Recostado en mi cama observo en detalle la tapa del
disco Like A Virgin de Madonna.
Enfundada en un vestido blanco de encaje me mira en actitud punky y lasciva, como invitándome a algo
que no sabía bien qué era pero que por alguna razón intuía. Como los reptiles
empezaba a cambiar la piel. Una noche como ésa.
1 comentarios:
Muy bueno Nico, y esta parte, la mejor.
Como los reptiles empezaba a cambiar la piel. Una noche como ésa.
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