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No Tengo Ganas De Escribir

No tengo ganas de escribir. Soy un renegado, un inadaptado, un cabrón. Lo acepto. No hay temor a la página en blanco ni miedo a la exposición. Simplemente, no hay ganas. “¿Y para qué vas al Taller?”, me preguntan haciendo un montoncito con los dedos. Porque me gusta escuchar y hablar de música. Tan simple y confuso como eso. ¿Acaso todo tiene que tener una explicación?

Mi casa no fue pensada para el trabajo. Es un antro de ocio y relax. No hay mesa pero sí un sillón de más de dos metros. Un despropósito que enfrenta a una tele de 40 pulgadas estratégicamente colocada en un modular. La situación ideal para permanecer en estado larvario durante horas sin generar plusvalía para la sociedad. No hay Playstation. Sería el fin de todo contacto con la especie humana.

El estado general del departamento es de desorden ordenado. Resumiendo, un quilombo en el que uno sabe encontrar lo que busca. Ahora dicen que es propio de las mentes creativas. Yo lo relaciono más a las pendientes emocionales, esos momentos en los que todo me chupa un huevo. Pero el desorden conspira, confunde, marea. Todo es caos. Y las palabras se atragantan. Temen poner en evidencia el estado de confusión o de eterna adolescencia.

¡Surge una idea! Pero primero hay que limpiar y acomodar un poco. Me encargo de barrer mi propia mugre, de lavar mi ropa y de pasar el Blem por las estanterías que sostienen mis discos tan preciados. La tarea demanda horas, a veces más de un día. Podría pagarle a alguien para que lo haga. Pero no. Necesito ser yo quien resetee la máquina, quien origine ese nuevo comienzo esperanzador. Es como pasar de un disco de los Foo Fighters al palo, a uno de Joao Gilberto, dulce y armonioso. Quizás se trate tan solo de dos mundos que conviven y pujan por permanecer. Dos estadios necesarios para sentirme vivo, presente, con cosas por hacer.

Auto-psicoanalizado, prendo la pc para descargar algún disco en alta definición (mi nuevo desvarío gourmet) y observar las últimas novedades de Facebook. Abundan las selfies y las pelotudeces varias. Último momento: Julia en cama con dolores en la espalda. No se puede mover. Parece que el Rock & Roll le pasó factura. Se suspende el taller. ¡Vamos carajo! Una semana más para ponerme las pilas y hacer algo decente, y que mis compañeras dejen de preguntarse “¿y este pelotudo a que viene?”.

Ahora el orden me reprime. Me pongo meloso y conservador. Soy el tipo más histérico del mundo. Casi una mina. Un espiral lleno de vueltas, de infinitas vueltas. Mientras observo en mute los goles de Huracán y registro la calidez de Bob Dylan a mis casi 40 (algunas cosas se empiezan a apreciar de más grande), un oscuro vórtice me chupa y me lleva hacia la nada. Pronto vuelvo a descubrir que no tengo ganas de escribir. Y no hay temor a la página en blanco ni miedo a la exposición. Simplemente no hay ganas.

(Re) Unión

Millones de fanáticos alrededor del mundo ignoraban que un casamiento serviría de excusa para que se volvieran a ver las caras. Habían pasado años de disputas legales y verbales a través de los medios. Decenas de amigos y conocidos se fueron alejando por miedo a quedar en medio de la batalla y ser alcanzados por las esquirlas. Seres humanos cruzando límites de los que es imposible volver. Cosas que, muchas veces, sólo el dinero es capaz de arreglar.

Micky había decidido coronar una relación de más de diez años con Sarah con una boda por demás particular. Técnico de guitarras de los Guns N’ Roses, amigo de todos, se había convertido en poco más que el ladero incondicional de Slash en la banda. Era su confidente y el que estaba siempre presente para rescatarlo en las noches de borracheras y drogas. Una anécdota cuenta que Micky tuvo que trompearse con un travesti cafishio, que le sacaba dos cabezas, y que pretendía cobrarse los servicios que sus putas la habían dado al guitarrista accediéndolo carnalmente.

Slash lo adoraba. Era una especie de hermano menor, alguien a quien consideraba cercano, con gustos similares y una pasión desmedida por la música. Él hubiera pretendido cuidarlo y guiarlo, pero lo cierto es que de los dos era el eslabón débil de la cadena. Detrás de la apariencia de rockstar que todo lo podía había un tipo por demás frágil, en ocasiones temeroso al éxito e inseguro con sus habilidades. Por todo esto, Micky fue un puntal. Algo más que un asistente.

Con Sarah se conocieron en una de las giras de la banda cuando, en un afán de pretensión y grandiosidad, incorporaron músicos de orquesta para tocar en vivo uno de los éxitos más grandes del grupo: November Rain. Violinista de la Filarmónica de Nueva York y con una exigente formación clásica en la Escuela Juilliard, Sarah menospreciaba la música de los Guns pero la plata que le habían ofrecido por veinte conciertos a lo largo y ancho de los Estados Unidos sólo la podría ganar con un año entero de trabajo en la Filarmónica. En el fondo era excitante ser parte de una maquinaria tan grande, algo que habitualmente no sucedía con músicos de su tipo.

Aquella temporada viajó durante dos meses junto al grupo por ciudades como Phoenix, Las Vegas, San Francisco, Los Ángeles, Chicago, Miami, Mineápolis y Seattle. Tiempo suficiente para compartir aventuras y que naciera el amor con Micky. En el medio del bullicio, las más de 50 toneladas de equipos y escenario, los cambios permanentes de hotel y ciudad, y la atención dedicada y obsesiva de los paparazzis, ellos lograron una conexión profunda que parecía abstraerlos de todo lo que los rodeaba. La relación fue auspiciada y alentada por todos. El único que siempre pareció ajeno y distante fue Axl. Micky, sobrino segundo, había entrado a los Guns de su mano. El líder de la banda ya había soportado su cercanía con Slash pero no estaba dispuesto a aguantar esta nueva “distracción”.

Sarah lo odiaba con especial ahínco. Las veleidades de divo del cantante eran más de lo que podía tolerar. Solía criticar desde su forma de caminar o vestirse hasta sus excéntricos pedidos de catering. Muchas veces entraba a hurtadillas en el camarín para robarle las botellas de Evian o dar cuenta de los bocaditos de salmón rosado o de panceta ahumada. De Slash, al menos, respetaba su virtuosismo con el instrumento, sus momentos de introspección y que fuera casi un hermano de Micky.

Esa relación tan sólida y especial fue la que le terminó dando el marco al casamiento de Micky y Sarah: The Hamptons Beach, Long Island, la casa de veraneo del ex guitarrista de los Guns N’ Roses. También se terminaría convirtiendo en la excusa perfecta para que Axl y Slash se volvieran a ver las caras, muy a pesar de ellos. Sólo por amor a Micky.

Como toda estrella que se precie, Axl llegó tarde, en una limousine blanca y escoltado por un equipo de seguridad compuesto por dos motos Harley Davidson y un Jaguar último modelo. Cuando los gorilas que lo protegían abrieron la puerta de la limo se lo vio asomar completamente de blanco, con un sombrero de ala ancha; frac, chaleco, camisa y pantalón al tono; un pañuelo de seda italiana color gris con líneas negras; y botas de cuero de víbora verde oscuro. Se incorporó ayudado por un bastón de marfil con incrustaciones de oro. De su boca pendía un habano humeante que le ayudaba a dibujar una mueca de autosuficiencia exuberante. Nadie salió a su encuentro. Solo, se fue mezclando entre los invitados, intercalando breves saludos, percibiendo la tensión del momento.

En los jardines que rodeaban la casa con el césped prolijamente cortado y enmarcados por flores y árboles autóctonos, los invitados participaban de animadas charlas y disfrutaban del cocktail de recepción: bocadillos compuestos por canapés de salmón ahumado y caviar, brochetas de pollo a la miel, y tradicionales piezas de sushi como el Roll o el Sashimi; todo regado por botellas de champagne Krug, vino tinto Barolo del Piamonte italiano, o cerveza Grolsh para los más sedientos. Como cortesía de la casa, Slash se acercaba a los distintos grupos ofreciendo cigarros Cohiba Espléndidos.

La casa que había adquirido junto a su esposa Perla Ferrar era una maravillosa expresión del modernismo resuelta en una sola y amplia planta en forma de L. Los exteriores, completamente vidriados, no solo permitían husmear en la intimidad de la vida de una estrella de Rock sino que también brindaban un contacto cercano y directo con el entorno. Tanto la cocina como las dos salas de estar, a distintos niveles, permitían observar a lo lejos la presencia imponente del mar. Lo mismo sucedía con la habitación principal, ubicada en el entrepiso: pequeña pero acogedora y con el espectáculo de la naturaleza a los pies. El lugar contaba con su propia salida privada a la playa, además de piscina, gimnasio y una sala de cine. El anexo para huéspedes, que se había agregado recientemente, permitía cumplir el sueño de la pareja de tener su casa llena de amigos y familiares durante la temporada estival.

Luego de que un grupo de empleados acomodara unas plataformas para que los invitados dejaran su calzado, se invitó a los asistentes a desandar el serpenteante sendero de madera recién lustrada que desembocaba en la playa. Allí se amontonaban un conjunto de sillas plegables de metal formando un círculo. En el medio, una alfombra persa de extraordinaria calidad y dos mullidos almohadones con corazones flechados por guitarras, completaban la escena. A un costado de la rueda, una pequeña mesa blanca sostenía un tintero y un pergamino que se batía suavemente al ritmo de la brisa marina.

Una vez que los invitados ocuparon sus respectivos lugares, los novios entraron de la mano y se ubicaron sobre la alfombra. Tras mirarse tierna y profundamente durante unos segundos y con el aplauso de los asistentes como banda de sonido, se sentaron uno frente al otro sobre los almohadones, con las piernas cruzadas, y simplemente se dedicaron a observarse con detenimiento, acariciarse y sonreírse en el más absoluto silencio.

Estábamos presenciando una boda al estilo cuáquero.

En Inglaterra a finales de los años 1640, después de la Guerra Civil Inglesa, surgieron muchos grupos cristianos disidentes. Un joven llamado George Fox no estaba satisfecho con las enseñanzas de la Iglesia de Inglaterra y se convenció de que era posible tener una experiencia directa de Cristo sin la ayuda de un clero ordenado. El tema central de su mensaje del Evangelio era que Cristo había venido a enseñar a su pueblo. Se hicieron conocidos en los Estados Unidos, entre otras cosas, por su activa participación en la abolición de la esclavitud.

Los Quakers tienen diversas creencias teológicas y en sus reuniones, generalmente, no hay oficiantes. Todos observan y acompañan en silencio hasta que uno de los participantes sienta que Dios se quiere manifestar verbalmente a través suyo. Entonces, debe ponerse de pie y compartir el mensaje hablado delante de los demás. A veces una reunión puede resultar totalmente silenciosa.

La introspección y quietud del momento incomodó a varios. No suele ser una práctica humana habitual. Pero a medida que fueron pasando los minutos, la intimidad cómplice de la pareja se fue trasladando a los invitados haciendo todo aún más conmovedor. Como si faltara algo, la madre de Micky se paró para decir unas palabras impelida por la presencia del Señor pero solo logró romper en un llanto profundo y emotivo.

Minutos más tarde el “iluminado” resultó ser nada más ni nada menos que Axl. Descalzo y con su pantalón arremangado, se paró, ya despojado de sus adornos de artificio y con vos temblorosa expresó:

“Sé mis alas en la tempestad
o el fruto que se deshace en mi boca,
la razón que silencia mis deseos suicidas,
el resplandor en el agobio de la derrota.

Seré la salvia de tus temblorosas curvas
y el vino de estío que tiña tu boca,
o un anillo de fuego que te proteja
de la inmortalidad de tus penas.

Desgarra mi alma si fuera necesario
pero por favor, nunca me faltes.

Sólo quiero decir: perdón.”

Bastaron 45 minutos de silencio apenas interrumpidos por el rugido del mar, el graznido de las gaviotas, el poema de Axl y el llanto de una madre abnegada, para que Micky y Sarah estuvieran por fin unidos por el resto de sus vidas. Los invitados, incluidos los más pequeños, comenzaron a firmar el certificado de matrimonio como registro de lo presenciado mientras se confundían en besos prolongados y abrazos efusivos.

El impacto de la ceremonia fue tan profundo que cuando Slash se acercó a Axl nadie temió que algo malo pudiera suceder. Todo el mundo comenzó a observar la escena de reojo como si no se quisieran entrometer entre esos dos hombres que hacía años se debían un dialogo sincero y sin rodeos. Cruzaron algunas palabras de ocasión y se fueron alejando del grupo rumbo al mar. Mojaron sus pies y empezaron a recorrer la orilla alejándose rumbo al ocaso. El atardecer de aquella bucólica tarde marcaba el fin de una etapa y el comienzo de una nueva, juntos o separados, pero con las heridas restañadas.

Esa conversación, caliente y en carne viva, dispararía consecuencias impensadas. ¿Podrían limar asperezas y volver a conformar un bloque sólido? ¿Era posible aún componer con el tipo al que se defenestró durante años? ¿Realmente trataron en esa caminata la posibilidad de reunir a la banda o solo fue una conversación de dos viejos amigos en la que Axl confesaría que la mujer que se acababa de casar esperaba un hijo suyo?

Mala Vibra

La noche es insoportablemente calurosa. La ropa se adhiere al cuerpo como si se tratara de un molesto tatuaje. La humedad de Buenos Aires hace que todo sea un poco peor. Cosas tan simples como hablar producen un profundo fastidio.

El antro rockero al que asisto con un grupo de amigos queda en un punto de difícil acceso. La estructura es llamativamente baja y la iluminación pobre. Las entradas y las salidas están mal señalizadas. No hay razones para que exista ni para que nosotros estemos allí. Sin embargo, está repleto de entusiastas fans de la música dispuestos a pasar una noche de padecimiento en ese baño turco musical.

Apenas traspasamos la puerta se hace presente ante nosotros ese monstruo invisible que se adueña de todo local nocturno. Su presencia se personifica a través del olor inconfundible, mezcla de humo de cigarrillo y humedad, que parece adherido a las paredes del lugar desde tiempos inmemoriales. Con el paso de los minutos, se apropia de las papilas gustativas y todo sabe a él: la comida, la bebida y hasta los labios de la acompañante de ocasión. Es como una nube tóxica permanente, con domicilio fijo en cada pocilga de la ciudad.

El piso está mojado. No sé si producto de las condiciones climáticas reinantes o porque estamos a punto de hundirnos en un río de orina y excrementos. Los baños están señalizados por dos luces rojas. Hay más posibilidades de encontrar allí escaleras que conduzcan, sin demoras, al infierno que santuarios que inviten a la meditación y al devenir natural del ser humano.

La escenografía apocalíptica la completa la barra llena, paradójicamente, de botellas vacías. “Solo vamos a poder compartir las penas porque ya se escabiaron todo” me apunta con guiño cómplice un rockero experimentado. De unos tachos blancos con carteles que dicen Pinturas Loxon extraen botellitas de cerveza La Diosa. Otro empleado las reparte directamente del cajón mientras cuenta alegremente que el motor del freezer está roto. No hay frío. Es el fin.

Me pregunto qué es lo que sigue. ¿Un par de imitadores de Milli Vanilli haciendo playback? ¿Un video sobre la gira norteamericana de Kenny G en 1994? ¿O el álbum de fotos íntimas, sin retoque digital, de Lady Gaga?

Mientras evaluaba en forma sesuda si es que ya estaba próximo el fin de la civilización, tal cual la conocemos, tuve un cruce de miradas que me dejó agitado y perplejo. Ella estaba sentada en un taburete, acodada en la barra, regalándonos su maravillosa presencia en ese lugar indigno. Observaba todo con detenimiento como si buscase comprender de qué estaba hecha la naturaleza humana. O ese grupo de desdichados que nos reuníamos allí.

Sus borceguíes negros de hebillas doradas coronaban las piernas largas y marcadas, enfundadas en unas calzas negras que parecían pintadas. Allí no había pliegues ni otros elementos que sobresalieran. El calzado era lo suficientemente potente como para pisar cualquier renacuajo de los que pululaban en el lugar. La musculosa blanca de División Miami mostraba la imagen de Don Johnson y Phillip Michael Thomas sentados sobre el capot de su Ferrari Testarossa blanca. Un clásico.

Los detalles no dejaban de impactarme. Cinturón negro con tachas cayendo en forma oblicua; pelo lacio negro azabache cubriendo tres cuartos de la espalda; flequillo largo en danza permanente con sus pestañas; piel sin tatuajes a la vista; perfume imposible de oler desde mi posición, pero lo imaginé sensual y apasionado. Con notas amaderadas.

“Tiene extensiones” me aporta en forma desinteresada mi amiga Johanna. Realmente no me importaba si hablaba de corrido, si sabía dónde nació el Papa o en qué banda tocaba Mick Jagger. No tenía intenciones de tratar con ella temas que me desvelaban como la narrativa circular de Borges o la importancia del agua en la navegación. Era tan solo un momento de deleite visual. Ella y yo, descontextualizados. Elevados, por obra y gracia de la imaginación, de la turba sudorosa y apiñada que nos rodeaba. Solos los dos, en busca de auténtica y genuina conexión.

El momento de ensoñación es interrumpido abruptamente. En el escenario, una banda comete el desatino de hacer covers de los Guns N’ Roses. Se llaman Pistolas & Rosas. Un canto a la originalidad. Hay que reconocerles que tienen la disciplina de arruinar lo bueno y lo malo. No todos son capaces de lograrlo. Se requiere constancia, falta de sentido estético y una profunda confusión.

El pseudo Axl grita como si estuviera herido de bala. Me recuerda a una vecina, la del piso de abajo. “Todos los problemas empezaron cuando viniste vos”, me dijo una vez. Vieja chota. La injusta asociación me hace odiar al cantante que al menos se esfuerza por bambolear su anatomía, con forma de paquete de yerba, con cierta gracia.

Sin embargo, el trabajo más difícil parece ser el del guitarrista. Entre el sombrero de copa alta que tambalea en su cabeza, las gafas oscuras que imposibilitan la visión y el cigarrillo ¿electrónico? en sus labios, está al borde del colapso. “Quiere dejar de fumar”, me avisan como si fuera importante. El pantalón vinílico negro que luce se empeña en darle un toque dantesco a la escena. Entre acorde y acorde lleva la mano derecha a su trasero en un gesto más típico de Rafael Nadal que del mítico Slash. Lo que tiene que tocar se convierte en un acertijo de difícil solución. Estamos, probablemente, ante el primer malabarista que ha dado el rock.

Ella sigue la escena con simpatía. Mueve la cabecita y el pie derecho siguiendo el ritmo que impone el baterista que, como si fuera un oficinista un lunes a las 8 de la mañana, no hace ni una mueca. Sabemos que está vivo por razones obvias. Pero tranquilamente podría tratarse del artilugio de un excelso titiritero.

El cantante mira al batero en el afán de cerrar el tema con un salto final. Descoordinado, termina corrigiendo su falta de tiempo y distancia con una especie de malambo norteño. Lo telúrico se da cita en una noche que será por demás memorable. El show parece terminar. Con nosotros acabaron hace rato.

Azorado observo como ella corre hacia sus brazos. Si, ¡¡¡a los del cantante!!! Lo besa apasionadamente, pasando su mano derecha por la nuca de él, como para asegurarse que no se escape. No hay ley del embudo que explique lo que pasa. Mi sorpresa es tan grande que no puedo ni indignarme. Como dice un amigo de la infancia amante de los vinilos, se me rayó el disco.

Escapo del lugar rememorando mis legendarios movimientos de puntero derecho. En este caso la cancha no tiene límites. El objetivo es la salida en busca de un poco de aire puro que permita aclarar los pensamientos. En la puerta, un pibe revuelve un contenedor de basura enfundado en una remera de los Pixies. Está pintada a mano. Hacía tiempo que buscaba una sin éxito. La curiosidad me lleva a interpelarlo. “Soy de Piscis, gato” recibo como toda respuesta. En cuatro patas emprendo la retirada, con la cola entre las piernas y sin afilar las garras. Parece que la noche va a ser interminable. La mala onda suele transformarse en el pavimento de un camino lleno de acechanzas.

Inmersión

PARTE I: DE NIÑO A PREADOLESCENTE

“Manuelita vivía en Pehuajó
pero un día se marchó.
Nadie supo bien porqué
a París ella se fue”.

El tocadisco repetía una y otra vez la sentencia como si se tratase de una frase premonitoria de María Elena Walsh. Años después de la grabación partiría hacia el exilio como otros tantos. Muchos decían no saber bien por qué. Por aquel entonces, y gracias a ella, llegaría mi primer gran suceso actoral: el doctor que arribaba en su cuatrimotor para vacunar y terminar, de esa forma, con las brujerías del brujito de Gulubú.

Por aquel sonoro artefacto desfilaban también un tal Henry Mancini y la música de la Pantera Rosa; Les Luthiers, un grupo de humoristas argentinos que utilizaban extraños instrumentos; y The Beatles, cuatro pibes con corte taza, como Carlitos Balá, que hacían mover a mi madre su cabeza de lado a lado y pronunciar extrañas estrofas en un idioma inentendible.

Eran tiempos de Fórmula 1 y Club Argentino de Pilotos los domingos por la mañana; de fútbol reñido y apasionado entre primos, por la tarde, en la canchita de alquitrán de la casa de los abuelos; de salidas a la plaza con el triciclo y las bicicletas Legnano; de vueltas en la calesita ansiando la esquiva sortija. Las despedidas se repetían una y otra vez inexorablemente: partíamos con las manos llenas de caramelos Sugus. Había que garantizar un dulce final de jornada.

Los intereses por entonces eran diversos y la televisión hacía su aporte a través de series como El Increíble Hulk, la Isla de Guilligan o Petrocelli, un abogado que vivía en una casa rodante porque tenía su hogar siempre a medio construir. Mi padre mechaba esas historias con las suyas: la de la nueva moto con cenicero; la del paralítico que se fugó de una cárcel con un pelado con trenzas; o la de “Unidos Venceremos Desparramados que Haremos”, su equipo de fútbol que militaba en la Primera Z.

En eso estaba, un mediodía otoñal cualquiera de aquella Argentina vuelta a la democracia. El patio del colegio José Evaristo Uriburu en Parque Centenario estaba vacío. Sobre una de las gradas móviles, Gustavo lucía ausente con un extraño adminículo en sus manos y cubriendo sus orejas. Bastó que me acercara para invitarme a tomar asiento y pasarme el artefacto. Apenas apretó play, giré mi cabeza en todas las direcciones posibles. La música parecía venir de distintas partes y sonaba como nunca antes la había escuchado. Ese día conocí el walkman y ya nada volvió a ser igual.

Mi entrada al mundo del rock fue como traspasar un portal mágico donde las sorpresas me aguardarían sin solución de continuidad. Era hora de abandonar a Margarito Tereré, Pelotín y Goma Goma para abrazar una instancia sónica superior. En esa transición, llegó la mudanza y el cambio de colegio. Caballito. Distrito Escolar 8. Escuela 11 “Marcelo T. de Alvear”. Un hito clave en mi primaria formación musical.

La música llegaba tarde. Los discos nuevos arribaban al país con seis meses de demora. Al menos eso es lo que repetíamos, con cierto fastidio y resignación, por ese mundo que se nos ocultaba deliberadamente y del que ignorábamos muchas cosas. Entre caramelos bolones, juguitos Naranjú y piruetas con el yo-yo descubríamos los éxitos comerciales de entonces.

La radio hacía su aporte pero la clave de todo era la manera multidireccional en que circulaba y se compartía la música: chicos con chicos, maestros con chicos y viceversa. Y por supuesto, hermanos mayores. Personajes claves, si los hay, en el devenir de cualquier melómano. Nuestro Sensei era el hermano de mi amigo Lucas, a quien nunca conocí y que, al día de hoy, ignora el invalorable aporte que realizó a aquel grupo de curiosos púberes.

Lucas y yo éramos dos esmirriados peronistas en territorio saturado de radicales. Cantábamos la marchita con gesto provocador, casi revolucionario, ante la mirada altanera y condescendiente de los demás. ¡¡¡Eso era rock!!! Volvíamos a casa pateando las latitas que encerraban nuestras frustraciones amorosas, repasando las últimas novedades musicales que sacudían nuestras pequeñas existencias. Siempre aparecía un artista al que valía la pena prestarle atención.

De la mano del Sensei pasamos del pop bailable de Madonna en True Blue y Michael Jackson en Thriller a los oscuros devaneos de Robert Smith, el poeta torturado de The Cure, en una de sus obras fundamentales: The Head On The Door. Desde Irlanda nos llegaba U2 con The Joshua Tree, el disco que los terminaría de consagrar a nivel mundial. Por su parte, Phil Collins se consumía tanto solo como acompañado. No Jacket Required y la mano verde de Invisible Touch, con Génesis, dan testimonio de ello.

Más tarde descubriríamos las huellas del sufrimiento y el dolor en Cindy Lauper con True Colors o en Tina Turner con Break Every Rule. La cuenta regresiva para la explosión del soft metal se aceleraría con los suecos Europe y The Final Countdown, y los norteamericanos Bon Jovi y Slippery When Wet. Mientras tanto, a nivel local, Virus y Soda Stereo inauguraban la etapa Pop del Rock Nacional y lograban la definitiva aceptación con sus trabajos Agujero Interior y Nada Personal, respectivamente. Por su parte, Raúl Porchetto le “vendía” su arte a una empresa de cigarrillos con su sencillo Bailando En La Vereda, lo que dispararía las ventas del disco Día y Noche. En la música, algunas cosas estaban empezando a cambiar.

El Sensei detestaba los compilados. Decía que mutilaban la obra de los artistas. Por aquel entonces seguía muy presente la idea del disco conceptual, de una unidad de criterio de principio a fin para constituir una obra en su conjunto. Sin embargo, el compilado era tentador: la forma más económica de reunir varios artistas de un solo golpe. Así llegó a mis manos FM USA vol. 6 con éxitos como Say You, Say Me, de Lionel Richie; Don't You (Forget About Me), de Simple Minds; o There Must Be An Angel (Playing With My Heart), de Eurythmics, claramente uno de mis favoritos. Pero un rumor se extendía como una mancha negra: las versiones no eran las originales. FM USA sería condenado a pasar el resto de sus días en algún oscuro cajón de mi cuarto.

Los Asaltos tenían una acepción distinta a la que reina hoy en día. La música era la única que se robaba el protagonismo. Las chicas llevaban lo dulce y lo varones lo salado. O también las bebidas como la Tab o la naranja Crush. El climax llegaba al momento de los lentos. Era la única oportunidad de acercarse a menos de un metro de la chica que te gustaba quien imponía una rígida distancia reglamentaria, con los brazos rectos y las manos sobre los hombros, en actitud más de freno que de descanso. Cuando sonaba Into Deep de Génesis o Every Time You Go Away de Paul Young buscaba a Carolina, la que me quitaba el sueño, para volver a sentir que todo era posible. La llegada a mi casa del órgano Casio, con sus ritmos prefijados, me permitió exorcizar los demonios y dedicarle mis primeros versos. Las letras hablaban de un niño apesadumbrado por los escollos del amor revolviendo un vaso de whisky on the rocks para aliviar sus penas.

“Di adiós en una noche como ésta
aunque sea lo último que hagamos.
Nunca te habías visto tan perdida,
a veces ni siquiera pareces tú.
Se hace oscuro,
más oscuro aún.
Por favor quédate.
Pero te veo como petrificada,

mientras te alejas...”

A Night Like These de The Cure se apropia de las ondas sonoras de mi habitación. Recostado en mi cama observo en detalle la tapa del disco Like A Virgin de Madonna. Enfundada en un vestido blanco de encaje me mira en actitud punky y lasciva, como invitándome a algo que no sabía bien qué era pero que por alguna razón intuía. Como los reptiles empezaba a cambiar la piel. Una noche como ésa.

Blackie

Finalmente decidí dejarme sorprender. Me harté de la roca interna tratando de contener a aquel río que no dejaba de fluir por mis venas, caudaloso, potente, marcando mi bioritmo, mi cadencia al caminar, siempre impulsándome un poco más allá. Por alguna razón, sentí que era el momento para que sucediera. Y me lancé sin más, sabiendo que empezaba a recorrer un camino incierto pero a la vez correcto.

Hay encuentros que se demoran, que se dilatan, pero que, en definitiva, son inevitables. De alguna forma busqué sin buscar. Debo admitir que, como siempre, las miré a todas: bellas, terriblemente seductoras, apretujándose para que las tengan en cuenta como si se hubieran acostumbrado a una improbable seguidilla de casamientos armados. Lo cierto es que toda mi vida las búsquedas superaron lo estrictamente estético, en pos de un alma. En ese derrotero muchas veces di con profundos abismos y también con intensidades que aún hoy me erizan la piel.

Cuando parecía que nada me iba a sorprender en aquella feria de vanidades, mis ojos se posaron accidentalmente en ella. Ahí estaba, en un rincón, como queriendo pasar desapercibida. Su belleza perfecta, serena, sin dudas me estremeció. Paralizado por el impacto, no me animé a hacer nada. Me fui del lugar sin más, como queriendo evitar la situación, con el pánico de saber que la había encontrado.

Pasé todo el fin de semana pensando en ella. La imaginé una y otra vez entre mis brazos, acariciando con lentitud cada una de sus partes, escuchando la vibración de su cuerpo, observando los sinuosos quiebres de sus curvas. Comencé a comprender que si lograba conectar con ella viviría una experiencia sensorial única, como la que nunca había tenido en mi vida.

¿Y si caía en manos de un seductor compulsivo que solo quisiera apropiarse de su virtud por un instante para luego dejarla arrumbada en los escondites que gobierna el silencio? Por un momento me ganó la ansiedad de querer apoderarme de ella, de hacerla mía con la prepotencia de quien necesita llenar ciertos vacíos del alma. Más sereno, comprendí que si la comunión que se había generado en nuestro encuentro era verdadera, ella estaría allí esperando por mí, diligente, expectante, al borde de un espasmo. En definitiva, no buscaba un contrato de propiedad sino comenzar a escribir una sentida canción de libertad.

Aquel lunes, salí del trabajo buscando el encuentro. El corazón acelerado, la respiración entrecortada, los pasos cortos pero veloces. La angustia de que quizás ya no estuviera más. Los reproches por la decisión demorada. La adrenalina de saber que en esta vida absolutamente todo es posible.

Así comencé una carrera de obstáculos. Semáforos en rojo. Autos escapando en busca de sosiego. Oficinistas poblando las calles como si Dios hubiera pateado un hormiguero. Colectivos colmados de ansiedad. El permanente escape hacia ninguna parte. Cruces, cruces y más cruces. En cada esquina una bifurcación, una posibilidad de que todo cambie, de que alguien se calle algo que iba a decir, de que alguien deje para otro momento lo que tenía pensado hacer.

Ese era mi momento, mi minuto. El miedo ya no causaba su habitual efecto anestesiador y mis movimientos en aquel tablero de ajedrez eran como los de un peón: mínimos, precisos y siempre hacia delante. Estaba decidido.

Mi entrada a aquel lugar fue por demás cinematográfica. Abrí la puerta con firmeza llevando en mi rostro el gesto dramático de las situaciones culmines. Solté la “cierra sola” y avancé los pasos necesarios para poder tenerla dentro de mi campo visual. Casualidad o no, ahí estaba.

La tomé con firmeza y la invité a que me acompañara. De inmediato supe que me había estado esperando y que ya nada nos separaría. Salimos juntos en busca de las caóticas calles de mi amada ciudad sabiendo que a partir de ese instante comenzaríamos juntos a escribir una nueva historia. Mientras la llevaba, me sentí pleno y feliz por haber concretado finalmente aquella pequeña gran travesura.

Datos personales

¿Sos un Correveidile?

Según el diccionario de la Real Academia Española consultado gracias a los santos evangelios de Google, el Correveidile es una persona que lleva y trae cuentos y chismes. La palabra surge de la frase "corre, ve y dile".


Muchas veces ninguneados y acusados injustamente de alcahuetes, han sido fundamentales para ponerle un poco de pimienta a nuestras vidas.


En definitiva, el Correveidile no es más que un mensajero interesado en que se sepa lo que pasa. Ese es mi compromiso con ustedes, manga de buchones!!! Espero no defraudarlos.

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