No Tengo Ganas De Escribir
No tengo ganas de escribir. Soy un renegado, un inadaptado, un cabrón. Lo acepto. No hay temor a la página en blanco ni miedo a la exposición. Simplemente, no hay ganas. “¿Y para qué vas al Taller?”, me preguntan haciendo un montoncito con los dedos. Porque me gusta escuchar y hablar de música. Tan simple y confuso como eso. ¿Acaso todo tiene que tener una explicación?
Mi casa no fue pensada para el trabajo. Es un antro de ocio y relax. No hay mesa pero sí un sillón de más de dos metros. Un despropósito que enfrenta a una tele de 40 pulgadas estratégicamente colocada en un modular. La situación ideal para permanecer en estado larvario durante horas sin generar plusvalía para la sociedad. No hay Playstation. Sería el fin de todo contacto con la especie humana.
El estado general del departamento es de desorden ordenado. Resumiendo, un quilombo en el que uno sabe encontrar lo que busca. Ahora dicen que es propio de las mentes creativas. Yo lo relaciono más a las pendientes emocionales, esos momentos en los que todo me chupa un huevo. Pero el desorden conspira, confunde, marea. Todo es caos. Y las palabras se atragantan. Temen poner en evidencia el estado de confusión o de eterna adolescencia.
¡Surge una idea! Pero primero hay que limpiar y acomodar un poco. Me encargo de barrer mi propia mugre, de lavar mi ropa y de pasar el Blem por las estanterías que sostienen mis discos tan preciados. La tarea demanda horas, a veces más de un día. Podría pagarle a alguien para que lo haga. Pero no. Necesito ser yo quien resetee la máquina, quien origine ese nuevo comienzo esperanzador. Es como pasar de un disco de los Foo Fighters al palo, a uno de Joao Gilberto, dulce y armonioso. Quizás se trate tan solo de dos mundos que conviven y pujan por permanecer. Dos estadios necesarios para sentirme vivo, presente, con cosas por hacer.
Auto-psicoanalizado, prendo la pc para descargar algún disco en alta definición (mi nuevo desvarío gourmet) y observar las últimas novedades de Facebook. Abundan las selfies y las pelotudeces varias. Último momento: Julia en cama con dolores en la espalda. No se puede mover. Parece que el Rock & Roll le pasó factura. Se suspende el taller. ¡Vamos carajo! Una semana más para ponerme las pilas y hacer algo decente, y que mis compañeras dejen de preguntarse “¿y este pelotudo a que viene?”.
Ahora el orden me reprime. Me pongo meloso y conservador. Soy el tipo más histérico del mundo. Casi una mina. Un espiral lleno de vueltas, de infinitas vueltas. Mientras observo en mute los goles de Huracán y registro la calidez de Bob Dylan a mis casi 40 (algunas cosas se empiezan a apreciar de más grande), un oscuro vórtice me chupa y me lleva hacia la nada. Pronto vuelvo a descubrir que no tengo ganas de escribir. Y no hay temor a la página en blanco ni miedo a la exposición. Simplemente no hay ganas.
El estado general del departamento es de desorden ordenado. Resumiendo, un quilombo en el que uno sabe encontrar lo que busca. Ahora dicen que es propio de las mentes creativas. Yo lo relaciono más a las pendientes emocionales, esos momentos en los que todo me chupa un huevo. Pero el desorden conspira, confunde, marea. Todo es caos. Y las palabras se atragantan. Temen poner en evidencia el estado de confusión o de eterna adolescencia.
¡Surge una idea! Pero primero hay que limpiar y acomodar un poco. Me encargo de barrer mi propia mugre, de lavar mi ropa y de pasar el Blem por las estanterías que sostienen mis discos tan preciados. La tarea demanda horas, a veces más de un día. Podría pagarle a alguien para que lo haga. Pero no. Necesito ser yo quien resetee la máquina, quien origine ese nuevo comienzo esperanzador. Es como pasar de un disco de los Foo Fighters al palo, a uno de Joao Gilberto, dulce y armonioso. Quizás se trate tan solo de dos mundos que conviven y pujan por permanecer. Dos estadios necesarios para sentirme vivo, presente, con cosas por hacer.
Auto-psicoanalizado, prendo la pc para descargar algún disco en alta definición (mi nuevo desvarío gourmet) y observar las últimas novedades de Facebook. Abundan las selfies y las pelotudeces varias. Último momento: Julia en cama con dolores en la espalda. No se puede mover. Parece que el Rock & Roll le pasó factura. Se suspende el taller. ¡Vamos carajo! Una semana más para ponerme las pilas y hacer algo decente, y que mis compañeras dejen de preguntarse “¿y este pelotudo a que viene?”.
Ahora el orden me reprime. Me pongo meloso y conservador. Soy el tipo más histérico del mundo. Casi una mina. Un espiral lleno de vueltas, de infinitas vueltas. Mientras observo en mute los goles de Huracán y registro la calidez de Bob Dylan a mis casi 40 (algunas cosas se empiezan a apreciar de más grande), un oscuro vórtice me chupa y me lleva hacia la nada. Pronto vuelvo a descubrir que no tengo ganas de escribir. Y no hay temor a la página en blanco ni miedo a la exposición. Simplemente no hay ganas.
domingo, diciembre 07, 2014 | Etiquetas: Existencialista, Música | 0 Comments
(Re) Unión
lunes, julio 21, 2014 | Etiquetas: Lugares, Música, Relaciones | 0 Comments
Mala Vibra
Escapo del lugar rememorando mis legendarios movimientos de puntero derecho. En este caso la cancha no tiene límites. El objetivo es la salida en busca de un poco de aire puro que permita aclarar los pensamientos. En la puerta, un pibe revuelve un contenedor de basura enfundado en una remera de los Pixies. Está pintada a mano. Hacía tiempo que buscaba una sin éxito. La curiosidad me lleva a interpelarlo. “Soy de Piscis, gato” recibo como toda respuesta. En cuatro patas emprendo la retirada, con la cola entre las piernas y sin afilar las garras. Parece que la noche va a ser interminable. La mala onda suele transformarse en el pavimento de un camino lleno de acechanzas.
miércoles, abril 30, 2014 | Etiquetas: Música | 0 Comments
Inmersión
PARTE I: DE NIÑO A PREADOLESCENTE
pero un día se marchó.
Nadie supo bien porqué
a París ella se fue”.
El tocadisco repetía una y
otra vez la sentencia como si se tratase de una frase premonitoria de María
Elena Walsh. Años después de la grabación partiría hacia el exilio como otros
tantos. Muchos decían no saber bien por qué. Por aquel entonces, y gracias a
ella, llegaría mi primer gran suceso actoral: el doctor que arribaba en su
cuatrimotor para vacunar y terminar, de esa forma, con las brujerías del
brujito de Gulubú.
Por aquel sonoro artefacto
desfilaban también un tal Henry Mancini y la música de la Pantera Rosa; Les
Luthiers, un grupo de humoristas argentinos que utilizaban extraños
instrumentos; y The Beatles, cuatro pibes con corte taza, como Carlitos Balá,
que hacían mover a mi madre su cabeza de lado a lado y pronunciar extrañas
estrofas en un idioma inentendible.
Eran tiempos de Fórmula 1
y Club Argentino de Pilotos los domingos por la mañana; de fútbol reñido y
apasionado entre primos, por la tarde, en la canchita de alquitrán de la casa
de los abuelos; de salidas a la plaza con el triciclo y las bicicletas Legnano;
de vueltas en la calesita ansiando la esquiva sortija. Las despedidas se
repetían una y otra vez inexorablemente: partíamos con las manos llenas de
caramelos Sugus. Había que garantizar un dulce final de jornada.
Los intereses por entonces
eran diversos y la televisión hacía su aporte a través de series como El
Increíble Hulk, la Isla de Guilligan o Petrocelli, un abogado que vivía en una
casa rodante porque tenía su hogar siempre a medio construir. Mi padre mechaba
esas historias con las suyas: la de la nueva moto con cenicero; la del
paralítico que se fugó de una cárcel con un pelado con trenzas; o la de “Unidos
Venceremos Desparramados que Haremos”, su equipo de fútbol que militaba en la
Primera Z.
En eso estaba, un mediodía
otoñal cualquiera de aquella Argentina vuelta a la democracia. El patio del
colegio José Evaristo Uriburu en Parque Centenario estaba vacío. Sobre una de
las gradas móviles, Gustavo lucía ausente con un extraño adminículo en sus
manos y cubriendo sus orejas. Bastó que me acercara para invitarme a tomar
asiento y pasarme el artefacto. Apenas apretó play, giré mi cabeza en todas las
direcciones posibles. La música parecía venir de distintas partes y sonaba como
nunca antes la había escuchado. Ese día conocí el walkman y ya nada volvió a
ser igual.
Mi entrada al mundo del
rock fue como traspasar un portal mágico donde las sorpresas me aguardarían sin
solución de continuidad. Era hora de abandonar a Margarito Tereré, Pelotín y
Goma Goma para abrazar una instancia sónica superior. En esa transición, llegó
la mudanza y el cambio de colegio. Caballito. Distrito Escolar 8. Escuela 11
“Marcelo T. de Alvear”. Un hito clave en mi primaria formación musical.
La música llegaba tarde.
Los discos nuevos arribaban al país con seis meses de demora. Al menos eso es
lo que repetíamos, con cierto fastidio y resignación, por ese mundo que se nos
ocultaba deliberadamente y del que ignorábamos muchas cosas. Entre caramelos
bolones, juguitos Naranjú y piruetas con el yo-yo descubríamos los éxitos
comerciales de entonces.
La radio hacía su aporte
pero la clave de todo era la manera multidireccional en que circulaba y se
compartía la música: chicos con chicos, maestros con chicos y viceversa. Y por
supuesto, hermanos mayores. Personajes claves, si los hay, en el devenir de
cualquier melómano. Nuestro Sensei
era el hermano de mi amigo Lucas, a quien nunca conocí y que, al día de hoy,
ignora el invalorable aporte que realizó a aquel grupo de curiosos púberes.
Lucas y yo éramos dos
esmirriados peronistas en territorio saturado de radicales. Cantábamos la
marchita con gesto provocador, casi revolucionario, ante la mirada altanera y
condescendiente de los demás. ¡¡¡Eso era rock!!! Volvíamos a casa pateando las
latitas que encerraban nuestras frustraciones amorosas, repasando las últimas
novedades musicales que sacudían nuestras pequeñas existencias. Siempre aparecía
un artista al que valía la pena prestarle atención.
De la mano del Sensei pasamos del pop bailable de
Madonna en True Blue y Michael
Jackson en Thriller a los oscuros
devaneos de Robert Smith, el poeta torturado de The Cure, en una de sus obras
fundamentales: The Head On The Door.
Desde Irlanda nos llegaba U2 con The
Joshua Tree, el disco que los terminaría de consagrar a nivel mundial. Por
su parte, Phil Collins se consumía tanto solo como acompañado. No Jacket Required y la mano verde de Invisible Touch, con Génesis, dan
testimonio de ello.
Más tarde descubriríamos
las huellas del sufrimiento y el dolor en Cindy Lauper con True Colors o en Tina Turner con Break Every Rule. La cuenta regresiva para la explosión del soft
metal se aceleraría con los suecos Europe y The
Final Countdown, y los norteamericanos Bon Jovi y Slippery When Wet. Mientras tanto, a nivel local, Virus y Soda
Stereo inauguraban la etapa Pop del Rock Nacional y lograban la definitiva
aceptación con sus trabajos Agujero
Interior y Nada Personal,
respectivamente. Por su parte, Raúl Porchetto le “vendía” su arte a una empresa
de cigarrillos con su sencillo Bailando
En La Vereda, lo que dispararía las ventas del disco Día y Noche. En la música, algunas cosas estaban empezando a
cambiar.
El Sensei detestaba los compilados. Decía que mutilaban la obra de los
artistas. Por aquel entonces seguía muy presente la idea del disco conceptual,
de una unidad de criterio de principio a fin para constituir una obra en su
conjunto. Sin embargo, el compilado era tentador: la forma más económica de
reunir varios artistas de un solo golpe. Así llegó a mis manos FM USA vol. 6
con éxitos como Say You, Say Me, de
Lionel Richie; Don't You (Forget About Me), de Simple Minds; o There Must Be
An Angel (Playing With My Heart), de Eurythmics, claramente uno de mis
favoritos. Pero un rumor se extendía como una mancha negra: las versiones no
eran las originales. FM USA sería condenado a pasar el resto de sus días en
algún oscuro cajón de mi cuarto.
Los Asaltos tenían una acepción distinta a la que reina hoy en día. La
música era la única que se robaba el protagonismo. Las chicas llevaban lo dulce
y lo varones lo salado. O también las bebidas como la Tab o la naranja Crush.
El climax llegaba al momento de los lentos. Era la única oportunidad de
acercarse a menos de un metro de la chica que te gustaba quien imponía una
rígida distancia reglamentaria, con los brazos rectos y las manos sobre los
hombros, en actitud más de freno que de descanso. Cuando sonaba Into Deep de Génesis o Every Time You Go Away de Paul Young
buscaba a Carolina, la que me quitaba el sueño, para volver a sentir que todo
era posible. La llegada a mi casa del órgano Casio, con sus ritmos prefijados,
me permitió exorcizar los demonios y dedicarle mis primeros versos. Las letras
hablaban de un niño apesadumbrado por los escollos del amor revolviendo un vaso
de whisky on the rocks para aliviar
sus penas.
“Di adiós en una noche como ésta
aunque sea lo último que hagamos.
Nunca te habías visto tan perdida,
a veces ni siquiera pareces tú.
Se hace oscuro,
más oscuro aún.
Por favor quédate.
Pero te veo como petrificada,
mientras te alejas...”
A
Night Like These de The Cure se apropia de las ondas
sonoras de mi habitación. Recostado en mi cama observo en detalle la tapa del
disco Like A Virgin de Madonna.
Enfundada en un vestido blanco de encaje me mira en actitud punky y lasciva, como invitándome a algo
que no sabía bien qué era pero que por alguna razón intuía. Como los reptiles
empezaba a cambiar la piel. Una noche como ésa.
PARTE I: DE NIÑO A PREADOLESCENTE
aunque sea lo último que hagamos.
Nunca te habías visto tan perdida,
a veces ni siquiera pareces tú.
Se hace oscuro,
más oscuro aún.
Por favor quédate.
Pero te veo como petrificada,
mientras te alejas...”
sábado, abril 26, 2014 | Etiquetas: Música | 1 Comments
Blackie
Finalmente decidí dejarme sorprender. Me harté de la roca interna tratando de contener a aquel río que no dejaba de fluir por mis venas, caudaloso, potente, marcando mi bioritmo, mi cadencia al caminar, siempre impulsándome un poco más allá. Por alguna razón, sentí que era el momento para que sucediera. Y me lancé sin más, sabiendo que empezaba a recorrer un camino incierto pero a la vez correcto.
Hay encuentros que se demoran, que se dilatan, pero que, en definitiva, son inevitables. De alguna forma busqué sin buscar. Debo admitir que, como siempre, las miré a todas: bellas, terriblemente seductoras, apretujándose para que las tengan en cuenta como si se hubieran acostumbrado a una improbable seguidilla de casamientos armados. Lo cierto es que toda mi vida las búsquedas superaron lo estrictamente estético, en pos de un alma. En ese derrotero muchas veces di con profundos abismos y también con intensidades que aún hoy me erizan la piel.
Cuando parecía que nada me iba a sorprender en aquella feria de vanidades, mis ojos se posaron accidentalmente en ella. Ahí estaba, en un rincón, como queriendo pasar desapercibida. Su belleza perfecta, serena, sin dudas me estremeció. Paralizado por el impacto, no me animé a hacer nada. Me fui del lugar sin más, como queriendo evitar la situación, con el pánico de saber que la había encontrado.
Pasé todo el fin de semana pensando en ella. La imaginé una y otra vez entre mis brazos, acariciando con lentitud cada una de sus partes, escuchando la vibración de su cuerpo, observando los sinuosos quiebres de sus curvas. Comencé a comprender que si lograba conectar con ella viviría una experiencia sensorial única, como la que nunca había tenido en mi vida.
¿Y si caía en manos de un seductor compulsivo que solo quisiera apropiarse de su virtud por un instante para luego dejarla arrumbada en los escondites que gobierna el silencio? Por un momento me ganó la ansiedad de querer apoderarme de ella, de hacerla mía con la prepotencia de quien necesita llenar ciertos vacíos del alma. Más sereno, comprendí que si la comunión que se había generado en nuestro encuentro era verdadera, ella estaría allí esperando por mí, diligente, expectante, al borde de un espasmo. En definitiva, no buscaba un contrato de propiedad sino comenzar a escribir una sentida canción de libertad.
Aquel lunes, salí del trabajo buscando el encuentro. El corazón acelerado, la respiración entrecortada, los pasos cortos pero veloces. La angustia de que quizás ya no estuviera más. Los reproches por la decisión demorada. La adrenalina de saber que en esta vida absolutamente todo es posible.
Así comencé una carrera de obstáculos. Semáforos en rojo. Autos escapando en busca de sosiego. Oficinistas poblando las calles como si Dios hubiera pateado un hormiguero. Colectivos colmados de ansiedad. El permanente escape hacia ninguna parte. Cruces, cruces y más cruces. En cada esquina una bifurcación, una posibilidad de que todo cambie, de que alguien se calle algo que iba a decir, de que alguien deje para otro momento lo que tenía pensado hacer.
Ese era mi momento, mi minuto. El miedo ya no causaba su habitual efecto anestesiador y mis movimientos en aquel tablero de ajedrez eran como los de un peón: mínimos, precisos y siempre hacia delante. Estaba decidido.
Mi entrada a aquel lugar fue por demás cinematográfica. Abrí la puerta con firmeza llevando en mi rostro el gesto dramático de las situaciones culmines. Solté la “cierra sola” y avancé los pasos necesarios para poder tenerla dentro de mi campo visual. Casualidad o no, ahí estaba.
La tomé con firmeza y la invité a que me acompañara. De inmediato supe que me había estado esperando y que ya nada nos separaría. Salimos juntos en busca de las caóticas calles de mi amada ciudad sabiendo que a partir de ese instante comenzaríamos juntos a escribir una nueva historia. Mientras la llevaba, me sentí pleno y feliz por haber concretado finalmente aquella pequeña gran travesura.
viernes, mayo 15, 2009 | Etiquetas: Música | 3 Comments
Datos personales
¿Sos un Correveidile?
Según el diccionario de
Muchas veces ninguneados y acusados injustamente de alcahuetes, han sido fundamentales para ponerle un poco de pimienta a nuestras vidas.
En definitiva, el Correveidile no es más que un mensajero interesado en que se sepa lo que pasa. Ese es mi compromiso con ustedes, manga de buchones!!! Espero no defraudarlos.
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