Suburbia

“San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo, Pompeya y más allá la inundación”. Sur. Siempre el sur, que vuelve una y otra vez como una letanía. En esa esquina de Ciudad Burbuja espero el transporte que me lleve más allá. Es la ruta del poeta desgarrado que me recuerda como si hiciera falta “todo ha muerto, ya lo sé…”. No sé como hacerle entender, que me siento más vivo que nunca.

A medida que el colectivo avanza, las calles dejan de ser parejas. El asfalto de la zona parece deteriorarse con mayor facilidad que el de los barrios del norte. El vehículo da cuenta de ello y se sacude como el viejo Samba del Italpark. De pronto, el viaje a Suburbia se convierte en una película retrospectiva con sabor a nuevo comienzo. Juego a soltarme del pasamanos y a dejar que el ritmo de esa caja metálica le ponga musicalidad a mi vida.


Ciudad Burbuja está separada de Suburbia por un puente detenido en el tiempo como si se tratase de una vieja foto de archivo. Solo admitiendo esta posibilidad podemos entender como se mantiene en pie. Los baches están cubiertos con ruidosos chapones cumpliendo la función de apósitos que buscan cubrir viejas heridas de las que el puente nunca se pudo recuperar. Abajo, el río yerto y nauseabundo no circula y termina de componer la imagen de lo inacabado, de un tiempo que fue indudablemente mejor.


Cada día miles cruzan hacia uno y otro lado para ir a su trabajo, para visitar a un pariente, para terminar de darle forma a la gran banda nueva, para soñar con un amor. Para el habitante de Ciudad Burbuja trasponer esos límites geográficos se transforma poco menos que en una experiencia trascendente. Soberbio y desconfiado, cree que todo lo que necesita está en el territorio que domina. Piensa que los bordes que rodean a su ciudad amada y prepotente son tierras feroces, donde impera el todo vale, donde la vida cotiza menos que un terrón de azúcar.


El colectivo cruza el puente en puntas de pie, sigiloso, como si imaginara que aquel conjunto de fierros oxidados fuera un gigante dormido que, si se despertara, se lo fagocitaría de un solo bocado. Al llegar al otro extremo del by pass vehicular, noto como la luminosidad baja en forma ostensible. En ese instante, recordé la respuesta de un vendedor ambulante cuando le hice un reclamo por la poca intensidad que tenía la linterna que me había vendido: “La luz está dentro de tu alma”.


Las casas son bajas y los edificios abrumadora minoría. Eso permite que uno levante la cabeza y observe el horizonte. El agobio disminuye y la esperanza crece, aún en las situaciones más difíciles. En Suburbia lo real se impone categóricamente sobre lo aparente. Lo que es, es. No se puede disimular la carencia ni la abundancia. De nada sirven las mascaradas. Hay que ser auténtico para sobrevivir.


El tren es un vaso comunicante imposible de soslayar. Las vías por las que transita son las venas por las que circula la vida de Suburbia. Menospreciado y lastimado por la ineficiencia de los burócratas de turno, resiste como puede el paso del tiempo. Los andenes, repletos de ansias de progreso, devuelven las imágenes de las manos curtidas de albañiles y pintores, los calzados gastados de los caminantes incansables, y esos rostros tan personales, que no admiten ninguna cirugía deformadora.


El colectivo me deposita en lo que parece ser un centro de los tantos que hay en Suburbia. Por las calles hay menos gente de la que imaginaba. Solo se ve a algunos jóvenes suburbanos que visten como los jóvenes suburbanos de otras latitudes, supongo que como uno de los tantos efectos no deseados de la globalización. Sin embargo, circulo tranquilo con mi vestuario calificado innumerables veces como “clásico”, para mi disgusto, sabiendo que estoy probablemente en un lugar que tiene más que ver conmigo que Ciudad Burbuja.


Bebo y como opíparamente. Converso. Seduzco. Bailo. Aquella imagen difusa que veía en el medio de mi mayor confusión ahora se vuelve insinuantemente corpórea. En la oscuridad de la noche, sus ojos verdes lo iluminan todo. Parecen tener la intensidad de la que el vendedor ambulante me había hablado.


Suburbia es el lugar donde todo puede suceder, donde la línea entre lo posible y lo imposible es tan delgada como el peso de mis decepciones.


Una vez más, todo parece volver a comenzar.

Blackie

Finalmente decidí dejarme sorprender. Me harté de la roca interna tratando de contener a aquel río que no dejaba de fluir por mis venas, caudaloso, potente, marcando mi bioritmo, mi cadencia al caminar, siempre impulsándome un poco más allá. Por alguna razón, sentí que era el momento para que sucediera. Y me lancé sin más, sabiendo que empezaba a recorrer un camino incierto pero a la vez correcto.

Hay encuentros que se demoran, que se dilatan, pero que, en definitiva, son inevitables. De alguna forma busqué sin buscar. Debo admitir que, como siempre, las miré a todas: bellas, terriblemente seductoras, apretujándose para que las tengan en cuenta como si se hubieran acostumbrado a una improbable seguidilla de casamientos armados. Lo cierto es que toda mi vida las búsquedas superaron lo estrictamente estético, en pos de un alma. En ese derrotero muchas veces di con profundos abismos y también con intensidades que aún hoy me erizan la piel.

Cuando parecía que nada me iba a sorprender en aquella feria de vanidades, mis ojos se posaron accidentalmente en ella. Ahí estaba, en un rincón, como queriendo pasar desapercibida. Su belleza perfecta, serena, sin dudas me estremeció. Paralizado por el impacto, no me animé a hacer nada. Me fui del lugar sin más, como queriendo evitar la situación, con el pánico de saber que la había encontrado.

Pasé todo el fin de semana pensando en ella. La imaginé una y otra vez entre mis brazos, acariciando con lentitud cada una de sus partes, escuchando la vibración de su cuerpo, observando los sinuosos quiebres de sus curvas. Comencé a comprender que si lograba conectar con ella viviría una experiencia sensorial única, como la que nunca había tenido en mi vida.

¿Y si caía en manos de un seductor compulsivo que solo quisiera apropiarse de su virtud por un instante para luego dejarla arrumbada en los escondites que gobierna el silencio? Por un momento me ganó la ansiedad de querer apoderarme de ella, de hacerla mía con la prepotencia de quien necesita llenar ciertos vacíos del alma. Más sereno, comprendí que si la comunión que se había generado en nuestro encuentro era verdadera, ella estaría allí esperando por mí, diligente, expectante, al borde de un espasmo. En definitiva, no buscaba un contrato de propiedad sino comenzar a escribir una sentida canción de libertad.

Aquel lunes, salí del trabajo buscando el encuentro. El corazón acelerado, la respiración entrecortada, los pasos cortos pero veloces. La angustia de que quizás ya no estuviera más. Los reproches por la decisión demorada. La adrenalina de saber que en esta vida absolutamente todo es posible.

Así comencé una carrera de obstáculos. Semáforos en rojo. Autos escapando en busca de sosiego. Oficinistas poblando las calles como si Dios hubiera pateado un hormiguero. Colectivos colmados de ansiedad. El permanente escape hacia ninguna parte. Cruces, cruces y más cruces. En cada esquina una bifurcación, una posibilidad de que todo cambie, de que alguien se calle algo que iba a decir, de que alguien deje para otro momento lo que tenía pensado hacer.

Ese era mi momento, mi minuto. El miedo ya no causaba su habitual efecto anestesiador y mis movimientos en aquel tablero de ajedrez eran como los de un peón: mínimos, precisos y siempre hacia delante. Estaba decidido.

Mi entrada a aquel lugar fue por demás cinematográfica. Abrí la puerta con firmeza llevando en mi rostro el gesto dramático de las situaciones culmines. Solté la “cierra sola” y avancé los pasos necesarios para poder tenerla dentro de mi campo visual. Casualidad o no, ahí estaba.

La tomé con firmeza y la invité a que me acompañara. De inmediato supe que me había estado esperando y que ya nada nos separaría. Salimos juntos en busca de las caóticas calles de mi amada ciudad sabiendo que a partir de ese instante comenzaríamos juntos a escribir una nueva historia. Mientras la llevaba, me sentí pleno y feliz por haber concretado finalmente aquella pequeña gran travesura.

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¿Sos un Correveidile?

Según el diccionario de la Real Academia Española consultado gracias a los santos evangelios de Google, el Correveidile es una persona que lleva y trae cuentos y chismes. La palabra surge de la frase "corre, ve y dile".


Muchas veces ninguneados y acusados injustamente de alcahuetes, han sido fundamentales para ponerle un poco de pimienta a nuestras vidas.


En definitiva, el Correveidile no es más que un mensajero interesado en que se sepa lo que pasa. Ese es mi compromiso con ustedes, manga de buchones!!! Espero no defraudarlos.

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